Esa mañana no tenía nada que hacer, así que, a falta de una oferta mejor para ocupar las cinco horas vacías hasta la reunión de la tarde, decidí coger un autobús de la Metropolitan Transit Authority para ir al nuevo centro comercial del norte.
Ya había ido antes con Wilbert, y ni siquiera me acuerdo del viaje en coche. Sin embargo, el autobús tardó una hora y media en llegar. Tomé el autobús en la parada que está al lado de mi apartamento por la mañana temprano, y cruzamos la inmensa conurbación de sur a norte hasta llegar a nuestro destino. Recordaré esa experiencia por mucho tiempo. A lo largo de nuestra ruta pasamos por una zona anglosajona, luego por un barrio poblado mayoritariamente por gente de color; más adelante cruzamos una zona asiática, para continuar unas millas más allá por un suburbio de población hispana. Justo antes de llegar al New Arcadia Mall, dejamos atrás un nuevo barrio afroamericano. Cambiaba el paisaje como si cambiaras de continente. Entornos urbanos conectados por vías de comunicación, pero con realidades totalmente desconectadas. Universos-isla, pequeñas galaxias aisladas a años luz unas de otras.
La población del autobús, mis compañeros de viaje, eran consecuencia directa de la configuración social de esta zona del oeste del país. La única constante era yo, pobre loco que osa hacer esa distancia en autobús urbano en plena era Uber; sobre todo teniendo la posibilidad de optar por un tren rápido que cubre la distancia entre South Station y la zona donde se ubica el centro comercial en la tercera parte del tiempo. Eso sí, la mayor parte del trayecto bajo tierra.
Mis compañeros de viaje se renovaban completamente al mismo tiempo que el autobús cambiaba de paisaje urbano, como un extraño animal que periódicamente mudara su interior para mimetizarse como otros mudan la piel. Primero compartí mi singladura con caucásicos de voz pausada y vestimenta casual, hombres y mujeres de educación luterana que cedían y aceptaban asientos con una sonrisa y una leve inclinación; jóvenes estudiantes universitarios ensimismados sus smartphones, emergiendo y sumergiéndose otra vez con el sonido de las puertas, como respuesta a una repentina algarabía causada por una ruidosa pandilla de brats, o al ritmo de la música ofrecida por un homeless a cambio de unas monedas.
De repente, con la rapidez y la aparente organización de un cambio de escenario durante la representación de una obra dramática, mis compañeros de viaje se transmutaron en varones corpulentos de color, vestidos con ropajes de holguras imposibles, orgullosas monturas de aparatos de música de un tamaño y de una ostentación de rotundidad sólo comparable a los sonidos que salían de ellos. La verdad es que resultaba difícil mimetizarse en un entorno tan poco compatible con mi fisionomía, así que decidí calarme la gorra que llevaba en mi mochila y dormitar un rato en el asiento más apartado del vehículo.
Volví a abrir los ojos sobresaltado por el silencio repentino que, sin previo aviso, inundó nuestro caleidoscopio humano rodante. Mientras abría los ojos, en la ventana del autobús se iba esbozando un cuadro de tonalidades cálidas, con pequeñas tiendas cubiertas de escrituras imposibles que ofrecían a la multitud que se algolpaba en las calles toda clase de géneros extraños. Mis nuevos compañeros de viaje, hombres y mujeres orientales de todas las edades, acompañados de pequeños animales de granja confinados en cestas de mimbre, comentaban quizá los eventos del día en un tono pausado y cantarín.
Al poco tiempo, como siguiendo las instrucciones de un director de escena invisible, en solo dos paradas el autobús de la línea 245 se volvió a llenar de algarabía. Esta vez se trataba de sonidos más familiares, de palabras de una lengua conocida articuladas por hombres y mujeres de tez morena, jóvenes en su mayoría. Y la música volvió a tomar protagonismo, pero donde antes dominaba la rotundidad de la percusión, ahora resonaba el timbre cálido de una guitarra y la estridencia aguda de las trompetas. Confiado por la sintonía cultural, incluso me atreví a iniciar una conversación:
– Falta mucho para el New Arcadia?
– No le puedo decir, señor. Está después del Vet’s Memorial, verdad?
– Creo que sí… antes de Springfield Park.
– …
Justo después del Vet’s Memorial nuestro director de escena imaginario ordenó su último cambio. Quizá cansado de tanta innovación, decidió emplear esta vez uno de los escenarios ya vividos, y volvió a dar entrada a un nuevo grupo de afroamericanos, esta vez más jóvenes.
Unas pocas paradas más tarde llegamos al New Arcadia, fin y destino de nuestro viaje. Fueron cinco cambios de escena, cinco bandas sonoras, cinco saltos cuánticos para llegar a un centro comercial cercano. Cinco sociedades que comparten un espacio físico sin mezclarse, sin coincidir jamás.
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